Lucio Ferreira

Introducción

El sol, con sus rayos, aún no alcanzaba a iluminar la magnificencia del paisaje cuando “la cigüeña” llegó a depositar su preciosa carga debajo de una palmera que perfumaba el ambiente con el aroma de sus exquisitos frutos. Era yo que llegaba, después de un largo viaje, para integrarme a aquella sociedad de entonces. El 13 de diciembre de 1922 empezaría a convivir con ella, a conocer su vida y sus costumbres. Era en los pagos de San Luis, allí donde corrían las aguas del caudaloso río, hermanadas con la paz y la tranquilidad de aquel tiempo lejano, hoy alterado por las máquinas del progreso. Allí, en esa naciente infancia, respiramos el aire puro y escuchamos el rumor del follaje que producía la brisa al pasar por la flauta de las hojas.


Pasado algún tiempo, nuestros padres se trasladaron al pueblo 18 de Julio, fundado en 1903 por doña María Francisca Da Costa de Techera. Aquí, nos vimos rodeados en un abrazo fraterno por la hermosa sierra de San Miguel y la protección histórica del fuerte con su patrono el Arcángel de San Miguel.
Ubicados ya geográficamente para el lector, pasamos a describir con lo que convivimos y conocimos en aquellos lejanos tiempos, de los cuales guardamos gratos recuerdos.

De la oscuridad a la luz

Muy lejos están las actuales generaciones de imaginar siquiera la forma en que vivían sus antepasados. Aceptamos que no es fácil acreditarlo, rodeados hoy de un cúmulo de elementos que nos proporcionan una comodidad nunca soñada antes y que sin embargo no impiden que manifestemos nuestro inconformismo. Queremos adquirir todo lo que el mercado y la industria ofrecen tentadoramente, en busca de una mejor calidad de vida. La publicidad acosa nuestros sentidos, obnubila el raciocinio natural, habiendo llegado a este 2018 creando hábitos enfermizos de compra compulsiva e incontrolable.
La telefonía celular, los acondicionadores de aire y muchos otros inventos han modificado las condiciones de vida de la gente en este mundo moderno aunque han generado muchos problemas. Pero no podemos negar todo lo inventado – y también como contrapartida – pues ha servido para modificar las condiciones de vida de la gente y para lograr el tratamiento de enfermedades que afectan a los humanos, incluso algunas que antes no existían. Los adelantos son el fruto de investigaciones y descubrimientos realizados por hombres y mujeres a través de los siglos pero creemos que el gran desarrollo se inició a mediados del siglo XX. Porque lo vivimos en nuestra larga existencia podemos catalogarlo de asombroso y jamás soñado por las generaciones pasadas donde conocíamos la radio y el teléfono a magneto. Se vivía en forma austera por la carencia de las cosas que hoy existen en abundancia en los comercios y supermercados del mundo, siendo el único límite la disposición de dinero para adquirirlas.

La vela y el farol fueron muy utilizados para iluminar los ambientes hogareños durante la primera mitad del siglo XX.  La primera, todavía se resiste a dejarnos  y muchas veces vuelve a acompañarnos cuando hay un apagón
La vela y el farol fueron muy utilizados para iluminar los ambientes hogareños durante la primera mitad del siglo XX. La primera, todavía se resiste a dejarnos y muchas veces vuelve a acompañarnos cuando hay un apagón


Como dijimos antes, lejos estábamos de imaginar que el desarrollo tecnológico permitiría modificar las viejas costumbres, tan arraigadas, por otras nuevas y más confortables. Así se fue cambiando poco a poco el candil y las velas además de la lamparita de frasco a querosene por la lámpara de mecha a querosene.
En los circos que recorrían los pueblos de aquellos tiempos con sus funciones nocturnas era común utilizar lámparas a carburo a los que se agregó posteriormente el uso de faroles a mantilla y querosene. Conocimos comercios en los que al llegar la noche se ponían velas encima del mostrador para iluminar el brazo de la balanza y así pesar los artículos que vendían.
Junto a los faroles a mantilla llegaron las lámparas “Aladino” que al igual que aquellos daban buena luz y bastante calor. En campaña se usaron por muchos años las luminarias descriptas primeramente. Más tarde llegaron las lámparas “Coronita” que funcionaban a mecha y querosene, el combustible más común después de la leña.
Conocimos viviendas donde sólo se alumbraban durante el mate de la noche, previo a la cena, con la única luz que proporcionaba el fogón en el medio de la cocina donde colgaba la olla de “fierro” de tres patas pendiendo de un gancho de alambre sujeto a la cumbrera del rancho. Una vez hecha la cena bajo estas condiciones, la dueña de casa procedía a la limpieza de platos y cubiertos, tarea previa al descanso de toda la familia. Llegado este momento, recordamos que cada uno se iba a su dormitorio con una lamparita de frasco en la mano, con muy poca luz y mucho humo, teniendo cuidado que el viento, al salir afuera, no se la apagara. Recordamos también que al acostarse y al apagar la lamparita se decía a los demás un consabido: “¡Buenas noches!” Costumbres de la tierra que hoy muy pocos recordamos porque se las llevó el progreso para no volver.

El progreso vino despacio

Mi padre tuvo más de un negocio de hotelería. Los había iniciado en el siglo pasado, allá por el año 1930. El último se llamaba “HIPAVAM” que significaba “Hotel Instalado Por Ayuda de Varios Amigos Míos”. De este significado de gratitud muy pocos se enteraron. Era la gratitud de un hombre honrado hacia sus amigos expresada en una sigla. Utilizó para la iluminación del local dos faroles grandes marca “Fabro” y uno chico marca “Sapo” que, por regalo de casamiento, aún conservo en mi casa por más de sesenta años. No puedo olvidar que en la campaña fueron muy utilizados, a mecha y querosene, con un tubo que protegía la llama contra el viento.
Allá por 1930 la Junta Local del pueblo 18 de Julio resolvió iluminar la plaza utilizando un farol a mantilla en cada esquina. Para ello se hicieron de madera cuatro soportes de algo más de dos metros de altura con una pequeña mesita que era donde se asentaba el farol. Ya que el alumbrado se hacía en invierno, para darle más seguridad y evitar los embates del viento, se sujetaba el aparato en un gancho de hierro. Existieron muchas marcas de faroles pero aquí se usaron los que se identificaban como “Petromax”. Todos contaban con un depósito para el combustible, casi siempre querosene, por más seguridad, pero a veces se lo usaba con nafta.

Farol marca “Sapo” que se utilizó, hace ya muchas décadas, para iluminar el Hotel HIPAVAM en el pueblo 18 de Julio.


De este depósito salía un caño de bronce por donde subía el combustible, llevando colocado en la cima un oído del mismo material. Por dentro de ese caño, mediante un mecanismo de manivela, pero con rueda dentada de un material del tipo de la “ebonita”, subía y bajaba una varilla que llevaba una aguja para destapar el oído. Por éste y debido a la presión dada al depósito de combustible mediante una bomba, pasaba el combustible hacia la mantilla para producir la luz.
Para que el farol funcionara era necesario calentar el gasificador, para lo cual había una tacita metálica para colocar alcohol. Con este calentamiento si la mantilla era nueva se quemaba, pero al abrirse el pase del combustible, la presión de éste impulsada desde el tanque la hacía tomar la forma adecuada de funcionamiento produciendo una intensa luz, generalmente blanca.
Las partes descriptas y desde el depósito de combustible, estaban protegidas y aseguradas por un soporte metálico donde se colocaba un tubo de vidrio o de mica, culminando con un sombrero para protegerlo de la lluvia y de los insectos. Finalmente un aro también metálico permitía su traslado de uno a otro lugar. Hubo tres funcionarios municipales que cumplieron la tarea de faroleros. Fueron ellos Pedro Rotela, luego José María Martínez y finalmente Teodoro Pardo.
El empleado municipal de turno recorría cada dos o tres horas la plaza para cuidar el buen funcionamiento de los faroles. Al perder estos la presión, disminuía la luz por lo cual era necesario darles bomba nuevamente para aumentar de nuevo la presión en el tanque de combustible. Esto que sucedía se ve avalado por la descripción que hace Ruben Lena en la canción “De cojinillo” cuando dice: “El farol de a poquitito haciendo pierna cada vez da menos luz”. Esa luz atraía gran cantidad de insectos lo que no pasaba desapercibido para algunas aves como las lechuzas que se alimentaban de ellos. Por las noches invadían el pueblo y alguna siempre se posaba en la punta del palo que soportaba el farol como si fuera el remate artístico que el carpintero hubiera olvidado construir. La iluminación de la plaza del pueblo se hacía en invierno a excepción de las noches claras de luna llena.

La energía eléctrica trae nuevos adelantos

La inauguración de la luz eléctrica en Chuy y 18 de Julio se realizó el 11 de octubre de 1947. Fue un día festivo donde, entre otras cosas, actuó la banda Municipal de Castillos. Esta fotografía fue tomada en “El Boquerón” próximo al Fuerte de San Miguel
La inauguración de la luz eléctrica en Chuy y 18 de Julio se realizó el 11 de octubre de 1947. Fue un día festivo donde, entre otras cosas, actuó la banda Municipal de Castillos. Esta fotografía fue tomada en “El Boquerón” próximo al Fuerte de San Miguel

Todo esto cambiaría a partir de la llegada de la energía eléctrica el 11 de octubre de 1947. La electricidad quedó habilitada en el pueblo el mismo día que se inauguró el Parador Pulpería San Miguel, con la energía producida en la usina instalada en el Chuy. Esto trajo cambios sustanciales en las costumbres de mucha gente y se fue extendiendo a medida que pasaba el tiempo. Primero llegaría la luz a los hogares, después vendrían las radios eléctricas y más adelante las heladeras.
Hasta entonces sólo un establecimiento rural, ubicado en sierras de San Miguel, propiedad del señor Duque Oscar Días disponía de luz eléctrica en base a la instalación de un motor marca “Cooper”. En este establecimiento también se adquirió una de las primeras radios que llegaron a la zona distribuida por Leopoldo Vögler, marca “Atwater Kent”, con funcionamiento a pila y posteriormente con batería cargada en molinos de viento de la marca “Windcharger”, de procedencia americana.

El luto

Una costumbre muy generalizada, que tenían los familiares, para reverenciar y recordar a los seres queridos muertos, era a través de las vestimentas. Las mujeres usaban vestido negro al igual que las jóvenes y las niñas. Los hombres llevaban camisa negra y sombrero negro, otras veces un brazalete o corbata negra, según la ocasión. Por el fallecimiento de algunos de los padres era costumbre y obligación usar luto durante dos años. Si se trataba de hermanos, un año y si los fallecidos eran primos o sobrinos podía llevarse hasta seis meses. La tela que se usaba se llamaba “merino” y también se utilizaba para cubrir los ataúdes que hacían los carpinteros del pago cada vez que era necesario. Sólo para niños pequeños se forraba con tela blanca o gris, de ahí la expresión “luto blanco”.
Como las familias eran numerosas se dieron casos de luto permanente durante muchos años, con la privación además, de concurrir a todo tipo de festividades. El progreso, manifestado en sus más diversas formas, terminó con estas costumbres de mostrar a los demás nuestro sentir ante la muerte de seres queridos. Los cambios operados al día de hoy, año 2018, siglo XXI, han dado paso a la valoración que cada uno pueda hacer sobre la vida y las virtudes ostentadas por el difunto en su pasaje por este mundo. Y así aquellas viejas costumbres de respeto y consideración pasaron a ser cubiertas por el manto negro del olvido.

La vida pueblerina en función de la escuela

Poco a poco, dado el aumento de la población, se fue generando la necesidad de establecer escuelas a fin que se cumpliera la idea del Jefe de los Orientales, Gral. José Artigas, que los uruguayos fueran “tan ilustrados como valientes”. En San Miguel se estableció en 1898, en un rancho a orillas de un arroyito de tranquilas aguas, rodeada de sauces y de pájaros, la Escuela Nº 12 siendo su primer Maestro Don Elías Solano Lizardo. Ésta, al igual que las otras del entorno, recibió el apoyo incondicional de la gente del lugar en la medida de sus posibilidades económicas o con prestación de trabajo ante cualquier necesidad. Una de ellas, el aporte para la realización de beneficios – kermeses por ejemplo – en forma siempre honoraria. Las mismas ameritaban la reunión de todos los vecinos con sus respectivas familias dando lugar a verdaderas fiestas de confraternización entre adultos y niños. Este tipo de reunión en el pueblo 18 de Julio tenía menos duración porque la mayoría de la gente era del propio pueblo. No ocurría lo mismo en las escuelas de campaña donde por razones de distancia la gente tenía que arrimarse más temprano, a la salida del sol y regresar a sus casas después de la entrada de este. Había necesidad de agarrar caballos, prenderlos a los sulkys y carros para emprender el regreso.
Las orquestas locales en la Escuela de 18 de Julio actuaron de varias maneras; unas veces con un presupuesto mínimo, otras por la cena y también en forma gratuita. Nunca se fue un músico de aquel entonces, después de un baile, con más de cinco pesos, a veces menos, pero si con mucho dolor de espalda después de haber divertido a la concurrencia desde la puesta hasta la salida del sol del nuevo día. No eran aún tiempos de enchufes para equipos electrónicos que facilitaran el trabajo y había que darle muy duro toda la noche para satisfacer a la concurrencia. Por eso hemos dicho muchas veces que si los músicos de campaña no hubieran existido habría que inventarlos porque ya se conocía aquello de que: “No solo de pan vive el hombre”, también se necesitaba de esparcimiento espiritual.
En cuanto a los maestros, ¡cuánta cosa ignoramos de ellos en el ejercicio de su misión! Conocimos maestros que recorrieron leguas a caballo, en carro y también en sulky para llegar a sus escuelas atravesando cañadas y bañados para llegar a San Luis, San Luis Abajo, Isla Negra, Paso del Ombú…

La sagrada misión de una maestra

Nuestra memoria se empecina en hurgar el pasado y nos trae nombres de maestras que no olvidamos que cumplieron con su sagrada misión afrontando todos los sacrificios que su época les impuso salvar para realizarla. Una de ellas fue María Inés Romero quien recién recibida eligió como directora y maestra la Escuela Nº 25 de “Sierras de San Miguel”, a 12 kilómetros del pueblo 18 de Julio. Sólo conocía la ciudad de Rocha pero la necesidad la obligó a viajar hacia lo desconocido en el mes de octubre de 1937.
Llegó a Castillos en un auto de alquiler que hacía el trayecto desde Rocha hasta allí. En aquel tiempo no había taxímetros ni líneas regulares de transporte. Pero aquel día la suerte estuvo de su lado. Después que llegó encontró en aquella ciudad al Comisario de Chuy, el Esc. Orosmán de los Santos, de quien era conocida, y que había llegado hasta allí en un sulky acompañado de uno de sus hijos. María Inés aceptó el ofrecimiento que le hizo aquél para traerla hasta la frontera.Viajaron el resto del día y llegaron al paraje de Gervasio al anochecer. Llevó a la Maestra hasta la Escuela Nº 29 de “Buena Vista” para pernoctar mientras él retornaba para hacer lo mismo en el destacamento policial de Gervasio.
Al día siguiente se hicieron de nuevo al camino – en ese tiempo aún no había carreteras- rumbo al Chuy. Por la tarde, ese mismo día, el comisario manda a su hijo que la lleve hasta la escuela mencionada. Así fue como llegaron a la casa de un vecino, Don Ponfilio Méndez, quien no tenía conocimiento de nada pero, dada la circunstancia que nadie la esperaba, aceptó darle alojamiento. Estuvo algunos días en una situación de encierro, apartada de la familia y un tanto solitaria. Como la apertura de la escuela estaba complicada impuso un “ultimátum”: “O se arregla esto o yo me voy y no vuelvo más”. La fuerza de su resolución surtió el efecto deseado y don Ponfilio salió a dar la noticia de que ya tenían maestra pero no la escuela.

Los alumnos de la Escuela Nº 25 de “Sierras de San Miguel” tuvieron una vida sacrificada pero recibieron una educación primaria brindada con exigencias y afecto por parte de las maestras que tenían la sagrada misión de educar
Los alumnos de la Escuela Nº 25 de “Sierras de San Miguel” tuvieron una vida sacrificada pero recibieron una educación primaria brindada con exigencias y afecto por parte de las maestras que tenían la sagrada misión de educar


Allí apareció la figura de Don Oscar Días, hacendado de la zona, quien junto a otros vecinos solucionaron los problemas. La casa a ocupar estaba en la cumbre de un cerro y era propiedad de Doña Rita Santurio de Méndez, la madre de Ponfilio, quien se había trasladado al pueblo para vivir con su nieta porque allá había escuela. De lo de Don Oscar Días salió casi todo lo que necesitó esta escuela para funcionar y fue presidente de su Comisión Fomento durante 10 años. Cuando hubo necesidad de trasladar el local al otro lado del camino sucedieron dos cosas: la donación del terreno por conveniencia personal y el ladrillo mandado hacer a costo del Sr. Oscar Días quien, además, terminó dándole a María Inés Romero, alojamiento durante 13 años en su casa de campaña. Por un tiempo también estuvo alojada en la casa del Sr. Ernesto Fonseca, otro hacendado del lugar que vivía muy cerca de la escuela.

Maestra María Inés Romero con sus alumnas en el patio de la Escuela Nº 25. Detrás se recorta la silueta de las sierras de San Miguel


La maestra concurría todos los días montando un petiso. Un día, quizás mal ensillado, se le fue la cincha a las verijas y molestado por esto el petiso corcoveó dando con la integridad física de la maestra en una cañada con los resultados que son de imaginar. No tuvo más remedio que regresar a la casa para lavarse y cambiarse de ropa. Felizmente el accidente no tuvo mayores consecuencias aparte del revolcón. Después de más de 15 años en la Escuela Nº 25 de “Sierras de San Miguel”, María Inés Romero pasó a la Escuela Nº 12 de 18 de Julio de donde se retiró para retornar definitivamente a la ciudad de Rocha junto a su familia.
Lamentablemente en 2018 la Escuela Rural Nº 25 cerró sus puertas, siguiendo el camino del olvido como tantas otras.

Eran tiempos difíciles

Todas las escuelas de esta zona del departamento tuvieron un comienzo humilde y fueron apoyadas por comisiones integradas por vecinos que solucionaron diversos problemas de funcionamiento como ser el comedor escolar, retretes y material didáctico para los más pobres.
Y cuántas historias semejantes con otros protagonistas se van quedando en el pasado, como aquellas que ocurrían en la Escuela Nº 37 del paraje “Rincón Bravo”. Su primer local eran unos ranchos de paja situados en los bañados, cubiertos de agua durante buena parte del año. Para llegar a ella se debían cruzar arroyos en balsa y esteros en bote o a caballo. Las maestras Gladys de León y Dil­ba Díaz Rodríguez para salir o venir al local escolar debieron afrontar esas dificultades. Llegaban mojadas, con agua y barro o revolcadas por las caídas del caballo. Permanecían aisladas los días de temporal salvando la situación gracias a la colaboración de los vecinos y a las previsiones que tenían en materia alimentaria, como ocurrió en 1962.
La situación mejoró a partir de 1968 cuando mediante el Plan Gallinal se logró hacer un local de ladrillos con pisos y techos confortables y adecuados para el cumplimiento de la noble finalidad.
Entre tantas maestras recordamos a Olga Biurrum, Sarita Amorín, Violeta Amorín, Nelly Arambillete y a Victoria Báez de Zunino. Esta última era maestra de Segundo Grado, había salido de Montevideo para perderse en los bañados de Rocha junto a su marido. Por ser vocacional y andariega terminó su vida magisterial en una escuela de los pagos del “Zorzal Criollo”, en Valle Edén.
Rosa Katz fue otra de las que integró en aquellos tiempos un grupo heroico de docentes que dieron luz y una nueva esperanza a muchachos y muchachas de esta campaña rochense. Algunas de éstas como Jovita, Brenda y Brisa Rodríguez Sosa le cantan poéticamente a su tierra y a su pago de los años juveniles manteniendo viva la llama de un pasado que no olvidan.

Don Oscar Días, hacendado de origen brasileño, luego de establecerse en la zona de San Miguel contribuyó al progreso del lugar. Su aporte hizo posible el edificio propio de la Escuela Nº 25 y aseguró su funcionamiento por muchos años. También, entre otras cosas,  gracias a él se aseguró la permanencia de un médico estable en 18 de Julio
Don Oscar Días, hacendado de origen brasileño, luego de establecerse en la zona de San Miguel contribuyó al progreso del lugar. Su aporte hizo posible el edificio propio de la Escuela Nº 25 y aseguró su funcionamiento por muchos años. También, entre otras cosas, gracias a él se aseguró la permanencia de un médico estable en 18 de Julio


Lo relatado no creemos que haya sido patrimonio del pasado de esta región sino que se dieron situaciones similares en otras partes del territorio nacional. Pero las escuelas con su accionar fueron poco a poco, sin prisa pero sin pausa, ayudando a modificar conceptos y costumbres en cada lugar.
Más de una vez oímos decir a ciertos padres que para arrear vacas y ovejas no era necesario concurrir a la escuela. Uno de estos vecinos no tuvo la oportunidad de ver a uno de sus hijos arreando tropas desde y hacia los locales de ferias de la zona. Ya las autoridades del Ministerio de Ganadería y Agricultura habían establecido la obligatoriedad del uso de las guías de tránsito firmadas por el propietario de los animales y el tropero y el sellado de las mismas por la policía seccional para poder movilizar los ganados.
Nuestro protagonista, apodado “Bibico” debía entintarse el dedo para registrar su impresión digital en este documento pues de lo contrario sólo podía transitar como peón y no como capataz de la tropa. Había nacido y crecido a tres cuadras de la Escuela Nº 12 del pueblo 18 de Julio. Este fue un caso en donde la acción civilizadora de la escuela no pudo vencer la ignorancia de un padre que condenó para siempre el futuro de uno de sus hijos.
Sin embargo cuántos que no fueron a la escuela por la no existencia de éstas aún, aprendieron a escribir, leer y firmar su nombre con maestros sin escuela, contratados por familias de establecimientos rurales, personas idóneas que enseñaban a familiares y también algún peón de estancia que se preocupaba por enseñar a otros muchachos de la casa lo que él ya sabía, por el sólo interés de hacerlo.

Los alimentos y su preparación

En las primeras décadas del siglo XX, la base de la alimentación que conocimos y compartimos en esta zona era la carne ovina principalmente. Es cierto que no faltaban gallinas, patos y gansos a los que se echaba mano cuando era necesario.
De la res ovina lo primero que se consumía era el espinazo, generalmente en un puchero. A lo demás no había más remedio que salarlo para su conservación hasta el consumo total. Era el delicioso charque, muy difícil de hallar hoy. Y esta operación se repetía cada vez que se carneaba un animal. En el patio de la casa existía una vara, lo más larga posible, a la que en la punta se le ataba una roldana. Por ésta se pasaba una cuerda de largo suficiente, con un pedazo de madera al que se le colocaban varios ganchos de alambre donde iban después los trozos de carne ya salada. Luego se levantaban al tope para airearlos y librarlos de las moscas “quereseras” o en los casos más exquisitos se los colocaba en pequeños cubículos recubiertos de malla para evitar el ingreso de insectos llamados “fiambreras”. No olvidemos que no había aún heladeras por estos pagos. Las primeras fueron a querosene, llegaron al final de la década del 40 del siglo pasado y sólo algunas familias disponían de ellas.

La cría de aves a campo y la costumbre de darles el maíz en el patio, junto al galpón, se ven plasmadas en esta fotografía de mediados del siglo pasado


Una cosa importante en toda la zona que conocimos y mencionamos fue el cultivo del maíz. Esto permitió la cría de aves y cerdos, racionar al “Naranjo” viejo, piquetero, en invierno y algún flete dominguero “pa las pencas”. En cuanto a la alimentación humana, la infaltable mazamorra guisada y con leche en verano, como sobremesa. Hoy en día la escasa mazamorra que algunos consumen, como recuerdo del pasado, se compra en los supermercados pues los viejos morteros de otros tiempos fueron a parar a los museos o como decoración de barbacoas o comercios. En la casa de mi abuelo paterno, el viejo Pedro Ferreira, sus hijas solteras pisaban a dos morteros, corriendo carrera a quien terminara primero la pisada y aventada del “farelo”.
Se comía en forma alternada un día mazamorra y otro guiso de porotos con boniatos y zapallo. Las variedades de porotos más comunes eran el “azufre” y el “chileno” que hoy han desaparecido del mercado. Un aditivo que no faltaba, principalmente con el poroto, era el fideo del tipo cinta ancha o cinta angosta. Recordamos que los fideos llegaban a los comercios en cajones de madera liviana forrados con papel de color y con un peso aproximado de diez kilos.
También leche de vaca, boniatos al “rescoldo” y huevos al “rescoldo”, aquellos que se hacían entre las brasas del fogón o la estufa, conformaban el cuadro de alimentación de aquel pasado que estamos describiendo. El aderezo de las comidas se hacía con cebolla, perejil y orégano con el agregado en primavera y en verano del exquisito choclo. Esto lo conocimos antes de 1930, sin embargo hubo zonas del departamento de Rocha, como Aguas Dulces, donde no pasaba lo mismo. Don Rufino Cuadrado, un mojón de la historia regional, nos dijo que allí no se conocían la cebolla y los choclos hasta que él los llevó a esa zona. Comían la carne cocida con agua y sal. Una vecina de ese paraje – cuando Rufino le llevó cebollas y choclos – preguntó sorprendida para qué era aquello.
Algo común era cocinar una olla de boniatos para comer en lugar del pan o con leche. A falta de pan se usaba la fariña de mandioca para acompañar el café y en forma de pirón con el puchero. Las almendras de los cocos del butiá, torradas y molidas, también se utilizaron para el mate dulce de las tardes campesinas. Se torraban en una sartén y se molían en unos pequeños molinillos, que también servían para moler granos de café. Cuando no se disponía de ellos se ponían las almendras torradas dentro de un paño y se les pasaba por encima con un palote de amasar o con una botella.
Las tortas dulces, de harina de trigo o de maíz, se cocinaban encima de una hoja de higuera porque éstas le trasmiten un aroma exquisito a la masa. La levadura era casera, hecha con “cuajo” animal puesto en vinagre con harina que se dejaba secar. Se guardaba así hasta el próximo amasijo cuando debía remojarse para ablandarla y agregarle más harina para conseguir la cantidad necesaria para guardar un poco y usar el resto. En verano, debido al calor reinante, el pan crecía más rápido pero en invierno había que aproximar el tablero a la cocina o ponerlo al sol si había resolana para que creciera.
Se consumía pan casero hecho con harina de trigo pero también se utilizó la harina de maíz catete para elaborar tortas y bizcochos dulces. Comer un pedazo de ese pan con manteca casera y café con leche es algo que aún recordamos y lamentamos por no poder revivir el paladeo exquisito de algo que se llevó el progreso y que nunca volverá. El pan se cocinaba en el clásico horno de ladrillos abovedado, siempre con la boca hacia el noreste. La mayoría no disponía de las conocidas cocinas económicas a leña, de chapa con plancha de hierro y dos o tres hornallas y caño para la salida del humo hacia el exterior de la vivienda. Algunas tenían en la parte opuesta al fuego un “tanquecito” para disponer de agua caliente para el lavado de los útiles de cocina. Las calderas eran de hierro fundido y las ollas de fondo liso o de tres patas.
La leña que se utilizaba era de montes nativos de las orillas de los ríos y arroyos, hojas secas y “pencas” de palma butiá – los tronquitos y hojas de éstas -, la coronilla rastrera y la bosta seca de los vacunos que se juntaba para el invierno y que produce brasa con mucho poder calorífico. En fin, vida y costumbres pasadas que siempre es bueno recordar para las generaciones actuales.

El brasero utilizado para calentar los ambientes y disponer de agua caliente para el mate ahora es pieza de museo.

Reflexión final

Y como epílogo de esta descripción de las costumbres – que no es todo lo conocido, porque hay otros aspectos – oímos de nuestros mayores los comentarios sobre el significado de la vida. Éstos se basaban en sus vivencias y no en un punto de vista filosófico que ignoraban. Llevaban una vida de total austeridad con lo que la naturaleza ponía al alcance de sus manos. Con esto aparecían felices, estando muy lejos aún de que la tecnología ofreciera una mejor calidad de vida a la sociedad. De que la alejara cada vez más de aquella naturaleza pródiga que nuestros antepasados vivieron y disfrutaron; esa que ahora añoramos.
Quien esto escribe tiene conocimiento para decirlo porque ha vivido los dos tiempos: aquel del pasado que describimos y éste del presente. Dejamos a consideración de cada uno de los estimados lectores la comparación que éste y otros trabajos puedan merecerle, en un balance de pérdidas y ganancias donde el saldo no debería deser otro que la felicidad humana.
Nuestro propósito ha sido elevar un mensaje de vida austera y sana a las nuevas generaciones. Personalmente decimos que hemos sido felices entre árboles, pájaros y flores.
Finalmente, por insuficiencia visual del autor, este trabajo ha tenido la valiosa colaboración del Maestro Félix R. Flügel González, a quién agradecemos habernos permitido estar presentes una vez más en la Revista Histórica Rochense.

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