Lucio Ferreira
SUMARIO: 1. Una forma de vida – 2. El fenómeno en la primera mitad del S. XX – 3. Por las picadas – 4. La “rutina” de la represión – 5. A balazo limpio – 6. Contrabandos y contrabandos – 7. De los dos lados del mostrador – 8. Complicidad hipocrática – 9. Por el fondo – 10. A modo de final
1. Una forma de vida
Un hecho socio-económico de innegable trascendencia ha sido siempre el contrabando. Desde que los estados fijaron sus fronteras y establecieron normas de convivencia entre sus habitantes, creando leyes y reglamentos para la actividad comercial, nació también como hermano gemelo el contrabando.
Oportunidades circunstanciales, la situación económica de los países, diferencias de costos de producción y en los valores de las monedas en cada uno, han sido siempre un estímulo para transgredir las disposiciones establecidas en cada país. Y gente para eso nunca faltó aún en épocas en que la “coima” era una exótica palabra.
Nuestro territorio no es ajeno a tal fenómeno, el que tiene firmes raíces desde la colonia. Aquí como en todo el mundo encontró campo fértil para desarrollarse y transformarse en una mala palabra, odiada a gran escala por todos los uruguayos patriotas y decentes de este país y al mismo tiempo consentida como forma de vida fronteriza para el día a día. A tanto ha llegado, que sin poder probarlo, podríamos decir que su virus ha contaminado todos los estratos de nuestra sociedad, y lo que es peor, por su habitualidad ya estamos acostumbrados a la enfermedad.
El fenómeno ha reconocido desde el S. XVIII hasta hoy diferentes formas. Desde el contrabando de ganado, tabaco o caña por jinetes en grupo o aislados hasta los sofisticados mecanismos de hoy día.
2. El fenómeno en la primera mitad del S. XX
Antaño, en nuestros años mozos, la falta de buenos caminos dificultó siempre todo tipo de actividades, y por supuesto al contrabando también, por lo cual en la década de 1930, el comercio ilícito debía necesariamente efectuarse a caballo y a campo traviesa con todas las dificultades que es dable imaginar. Por aquellos años no existían en la zona rutas nacionales y el Chuy era un simple caserío.
En invierno con lluvia, viento y frio. En verano bajo el sol abrasador de enero o a la sombra tibia de las noches estivales, cruzando ríos y arroyos, montes y sierras, esteros y bañados; otras veces perdidos y ocultos entre la niebla, embarullando el bicherío del “bañau”, delatando la presencia de los contrabandistas.
Si bien por entonces las poblaciones eran chicas, la oferta de mano de obra superaba la oferta de trabajo y esta se circunscribía al ámbito rural, salvo algunas obras públicas que empezaron a llevarse a cabo con motivo de la reconstrucción de las fortalezas de Santa Teresa y San Miguel, traído como derivación de proyectos de desarrollo turístico de la zona, la construcción posterior de la Ruta 9; el Parador San Miguel, el puente sobre el Arroyo San Miguel, la usina de U. T. E. y demás obras anexas, que dieron un gran impulso a la zona, por la visión de aquel gran hombre que en vida se llamara Horacio Arredondo.
El contrabando fue en aquel entonces una salida laboral para aquella gente, que invertía sus pesos en mercadería brasilera para trabajar en forma independiente, darle de comer a la familia, aún a riesgo de perder la vida en los encuentros con la autoridad que los reprimía; en esta actividad considerada ilícita pero ante la que muchas veces se hacía la “vista gorda”.
Los contrabandistas que se hicieron famosos en aquella época, es decir; alrededor de 1930; ninguno era ladrón y cuando por alguna situación de apremio carneaban una oveja o cortaban un alambrado, posteriormente llegaban al establecimiento a pagarlo o arreglarlo. El productor rural no delataba al contrabandista pues este era su proveedor de ciertas mercaderías entradas ilegalmente a módicos precios. No era una simbiosis, sino más bien una sana y amigable complicidad. El contrabandista era a veces un vecino suyo.
Debe tenerse en cuenta que estas actividades discurrían en tiempos en que la policía recorría permanentemente la campaña en patrullas a caballo, incluso los comisarios asumían tal responsabilidad. Pero así y todo – o quizás también a causa de ello – la actividad era relativamente lucrativa y valía la pena exponerse a los riesgos que conllevaba, incluso el de morir en alguna refriega con la autoridad.
Nos imaginamos la aventura no solo de burlar a la policía, sino sortear todos los obstáculos que un trayecto a campo traviesa – como el de San Miguel hasta Aiguá -podía ofrecer.
Nunca tuvimos conocimiento que alguno de estos hombres fuera poeta o bardo, – y si hubo alguno quedó en el anonimato – y ello es una lástima porque le habría escrito o cantado a la naturaleza, la noche y las estrellas, a las peripecias del camino, en una aventura de, a veces, más de cincuenta leguas.
Los que conocí casi todos eran alcohólicos. Algunos vivían de borrachera en borrachera. Era gente por eso mismo peligrosa. ¡Pero como no habrían de serlo! Razón suficientemente poderosa para ello era viajar por las noches invernales con lluvia y frío, donde solo tomando caña se podía aguantar, muchas veces calados hasta los huesos.
El más beodo que conocí fue Elbio Corbo – alias “El Ñato” – que aún no me he podido explicar cómo vivió tantos años entre riesgos y bebida. Acabó muriendo en la mayor de las miserias como buena parte de los de su estirpe. Fue padre de muchos hijos. De los varones, tres siguieron igual camino y murieron por ese mismo vicio siendo muy jóvenes. Esteban Amarilla, otro mentado de aquellos tiempos, era un hombre de un físico privilegiado y borracho era sumamente peligroso.
3. Por las picadas
Algunos eran contrabandistas solitarios, otros en cambio tenían una tropilla, buenas armas y manejaban personal a sus directas órdenes. Con todo esto y el valor de la mercadería, era lógico que defendieran el capital invertido a tiros.
Salían del Brasil, desde un paraje conocido como “Los Depósitos” – lugar de acopio de la mercadería destinada al contrabando previo a su pasaje a nuestro territorio – a unos dos kilómetros de la divisoria próxima al puente sobre el Arroyo San Miguel.
En ocasiones cruzaban la divisoria terrestre, es decir; el camino que llevaba al Chuy, y continuaban viaje siguiendo la costa del arroyo del mismo nombre hasta sus nacientes, para internarse en los bañados de San Miguel y salir a “Potrero Grande” que es una zona de cuchillas altas. De allí, llegaban al “Paso de los Indios”, hoy Ruta 14, donde existe un puente sobre este arroyo homónimo.
Otras, – las más – cruzaban el Arroyo San Miguel por el “Paso del Horno”, o sobre la punta de la sierra de San Miguel, llamada “Punta del Cerro”; entre la desembocadura de este arroyo en la Laguna Merín y el paraje citado. De ahí podían seguir rumbo a Lascano, o bien una línea próxima a la Sierra de San Miguel – lado norte – por entre los campos, a veces por la sierra misma, hasta llegar a la cuarta sección de Castillos en el Paraje “Los Indios”, cruzando la hoy Ruta 14.
Los dos trayectos mencionados eran complejos por las dificultades que ofrecían especialmente en invierno. A veces pensamos que no eran más que románticos aventureros, pues desde el punto de vista económico ninguno forjó un patrimonio sólido. Bebían y timbeaban, vivían entre la caña brasileña y el juego del truco y el gofo. El “Ñato” Corbo se emborrachaba y tiraba al piso – efectivamente no literalmente – todo el dinero que tuviera en el momento. Decía que era una porquería, y tal vez tenía razón. Lo única precisión es que resulta una porquería necesaria en el mundo en que vivimos. Tal vez se refiriera a los sacrificios que había que realizar para ganarlo como él lo hacía. A veces discurría filosóficamente largo rato bajo el embrujo y el vaho del alcohol junto con el humo del tabaco negro en rama.
4. La “rutina” de la represión
Los tiempos han cambiado. ¡Pobre “Ñato”!; si al día de hoy estuviera en este mundo contaminado y corrupto, se resarciría de aquellas peripecias de tantos años de contrabandista, viajando por las rutas nacionales en automóviles confortables, previo pago de jugosas coimas, práctica que aparece interminable y cada vez más perjudicial para las arcas del estado y concebida en beneficio de unos pocos. Habría cambiado aquel clásico y viejo contrabando de tabaco y caña, por otro más moderno y lucrativo acorde con las necesidades actuales de la población, o sucumbiría ante los nuevos tiempos con todo su bagaje de sueños y romanticismo de un pasado heroico ya muerto. Hoy en día los puestos de control están sobre las Rutas, pues el contrabando dejó de andar en patas de yegua para andar sobre ruedas y surcando nuestras aguas o cielos no pocas veces se hace.
Se acabaron las partidas de milicos recorriendo la campaña con la carabina a la espalda o sobre el recado, pasando mal y recibiendo de comer de los vecinos. La connivencia entre autoridades y malhechores no es nueva. Antiguamente también era común que el comisario hubiera negociado la salida de los contrabandistas por otro lado.
Sin embargo hubo un comisario – petiso y gordito de iniciales O. A. – que en sus comienzos era implacable con los contrabandistas. Tenía un edecán de apellido Gutiérrez, con el cual hacía todo tipo de salidas contra estos. Tanto fuera de día como de noche. Pero una vez, de atrevido nomás, se aventuró demasiado y como diría el paisano “se le empachó el pirú”. Se le había hecho el campo orégano pero los contrabandistas le habían tomado ojeriza, lo tenían a él y su edecán entre ceja y ceja. Como se dice vulgarmente “no lo tragaban” y esperaban agazapados la oportunidad de darle una lección que acabara con las persecuciones que complicaban el “trabajo”.
Un día le prepararon una “ratonera” a campo abierto y cayó en la trampa. Lo mantuvieron secuestrado por varios días en un campamento a pleno monte. Nunca pudimos saber el lugar exacto de la “travesura”, pero parece que hubiera sido próximo a la hoy Villa Velázquez, lugar de pasada en el trayecto rumbo a Aiguá. Tampoco sabemos cuál fue la justificación que dio a sus superiores ni a sus subordinados para aquella extraña ausencia de la comisaría. Se supo tiempo después que durante la retención del comisario y su edecán, estos se vieron obligados a cumplir diversas tareas de fajina del campamento como ser: preparar la comida, picar leña, cebar mate y hasta lavar los pies a los contrabandistas. Esto fue lo más humillante que les pudo ocurrir pero no tuvieron más remedio que así hacerlo y lo hicieron.
Sea como sea, lo cierto es que los contrabandistas se salieron con la suya, ablandando al comisario para siempre. Así se acabaron las persecusiones y los patrullajes por largo tiempo.
Más tarde siendo comisario de la Novena Sección, vivió frente a la casa de mi padre y allí sentado en el cordón de la vereda a media tarde, arreglaba las salidas de la frontera con sus viejos conocidos, ahora sin importarle que la gente del pueblo se enterara o supusiera lo que estaba ocurriendo. Jugaba a la “treinta y una” y como no había quien le ganara, para hacer la partida más interesante, daba la ventaja de “Treinta y Medio Plantado”.
A pesar de lo antedicho, los guardiaciviles de aquel entonces eran funcionarios honrados. Cumplían funciones de represión del contrabando por toda la seccional. Esto les aparejaba pasar mal durante los días que duraba la misión principalmente en invierno. Por su propia honestidad en el tratamiento de la información aportada al Superior, terminaban siendo perjudicados. Por ejemplo cuando el comisario preguntaba si no habían encontrado rastros delatores de contrabandistas -fueran apretaderos de alambrados, porteras abiertas o trillos en los esteros- y si daban una respuesta afirmativa, esto aparejaba una nueva guardia y rastrillaje que bien podía durar una semana a campo raso. Nadie podría por lo tanto decir que el comisario no hacía vigilar la frontera y más con la información que le habían aportado sus subalternos. Pero un día se enteraron por un amigo que el contrabando había salido por otro lado al de la guardia establecida. Fue recién entonces que “se les prendió la lamparita” y se pusieron a pensar que habían entrado en el juego del comisario. Lo pasado no podría ocurrir más, y se pusieron de acuerdo. De aquí en adelante no verían más rastros de contrabandistas. Cuando después de la guardia se reintegraban a la comisaría, a informar al superior el resultado de la misión de vigilancia, y ante las preguntas de este, todas las respuestas eran negativas.
Esto trajo como resultado inmediato, el cambio de la patrulla porque el comisario se dio cuenta que los milicos a fuerza de rigor habían aprendido. No era para menos. Se vieron libres de dicho sacrificio. La narración anterior me fue narrada por el cabo J. F. Fernández.
En la Seccional Quinta también ocurrió lo mismo, pero los funcionarios tomaron el toro por las guampas. Cuando llovía, se arrimaban a cualquier establecimiento, encerraban por las dudas los caballos en el galpón y se echaban a dormir. Hubo uno sin embargo, que se apersonó al comisario y frente a frente le dijo; “Pa` que nos va a hacer pasar mal, si ud. ya les dio la salida por otro lao”. El comisario aguantó y de ahí en adelante no los mandó más hacer guardias “al cuete”.
5. A balazo limpio
Pero otras muchas veces los arreglos no existían o estos fallaban. Aquí van unas perlas que coronan la afirmación anterior.
Silvio Plá, un contrabandista que hizo época, en una ocasión llegó al puente del “Paso de los Indios” en Potrero Grande y la policía de “La Coronilla” lo estaba esperando. Mientras hicieron dar vuelta las yeguas cargadas hubo tiroteo. Silvio puso pie en tierra para cubrir la retirada de los otros compañeros que con la carga se dieron a la fuga aprovechando la oscuridad de la noche. Fue herido y apresado pero la corajeada cumplió su fin: el carguero y sus compañeros de andanzas quedaron a salvo. Después de recuperado, y de pasar un tiempo a la sombra, volvió de nuevo al trillo.
Pero más grave aún fue la batalla que libró José Larrosa en campos próximos a “18 de Julio” a tan solo unos tres kilómetros de la comisaría. La policía se enteró de la salida, y según comentarios, ésta se había “arreglado” con el jefe del pelotón de infantería destacado en el fuerte, pero algo falló. Tanto la policía como los infantes, sabían que José Larrosa no era hombre de entregarse así nomás y que habría pelea. Así y todo, resolvieron salir al cruce de los contrabandistas, y “ardió Troya”. Los comentarios posteriores oídos en el pueblo, era que los contrabandistas habían sido traicionados faltando la policía al cumplimiento de lo acordado.
De que fusil o carabina salió la bala maldita que segó la vida de José Larrosa nunca se supo, lo que se comentó sí, fue que aquella noche mataron a un valiente que atropellaba los fusiles de los infantes con rabia y valor para descargar su revólver. La noche fue testigo impotente de lo ocurrido. La luna iluminó con su luz de plata el campo de la batalla y la tragedia. Una vez más la confianza mató al hombre, porque de no haber sido así, Larrosa jamás hubiera salido de la frontera con luna llena. Algunos compañeros de esa noche, contaron después que iban cantando y chiflando. Tal era la confianza y tranquilidad que reinaba en el grupo. Lejos estaban de suponer que la traición y la muerte rondaban muy cerca aquella noche, y que perderían nada más ni nada menos que a su jefe.
Al día siguiente en la cuadra de la comisaría, tapado con un poncho, yacía el cuerpo sin vida de un hombre que pagó con ella la causa de una traición. Este hecho sin precedentes hasta entonces, cambió por un tiempo las reglas de juego en la frontera, y el contrabando se aquietó. Los contrabandistas ante lo inevitable, preferían siempre encontrarse con la policía y no con los infantes, pues estos eran profesionales en el manejo de armas largas. Algún tiempo después del pelotón de infantería fue retirado de la frontera. Por otra parte era más fácil para cualquiera abordar al comisario que a un militar recién salido de la escuela sin conocer la realidad social de la frontera ni participar de su entorno.
Si el comisario era nuevo, se trataba de averiguar todos sus antecedentes, hasta encontrar una brecha por donde poder entrarle.
6. Contrabandos y contrabandos
Por supuesto existieron contrabandos grandes capaces de cargar diez, quince, veinte y hasta treinta yeguas así como aquel que solo llevaba una con unos kilos de azúcar, yerba, café y tabaco. A estos últimos por la escasa monta de su tráfico se les conocía con el mote de “picharqueros”.
También estaba aquel que en forma solitaria llevaba hasta Castillos un par de damajuanas con alcohol bajo el poncho respecto de los cuales más de una vez nos topamos en alguna portera por esos campos de Dios en horas de la noche cuando regresábamos a nuestra casa después de las recorridas impuestas por nuestros superiores en salvaguarda de la sanidad de la ganadería regional.
Muchos se ocuparon de contrabandear miniatúricamente – lo que hoy llamamos “contrabando hormiga” – apenas para ir tirando, para darles de comer a los gurises, pues para otra cosa no daba dado los exiguos montos comerciados.
También hubo otra clase de contrabandistas, zafrales por así decirlo, quienes sin necesidad económica apremiante y al vaivén de los precios y por su fortuna de tener campos linderos a la frontera cargaban de un lado para otro indistintamente, ya fuera lana, cueros lanares o de nutria. El contrabando de ganado vacuno en esta zona, y por ser en general de establecimientos chicos, no tuvo la trascendencia de otras fronteras.
En San Luis también ocurrió lo mismo y alguno utilizó mulas en vez de caballos cosa por demás rara porque aquí no las había.
Los habitantes de esta zona hacían del contrabando un medio de subsistencia para ellos y sus familias, al igual que la caza de la nutria fuera esta legal o furtiva. En general ya lo dijimos antes, no eran ladrones, y por esto mismo se estableció una suerte de asociación entre el contrabandista y los propietarios, porque cada uno necesitó muchas veces del otro, unos por la travesía y la hospitalidad, y el otro para que éste lo proveyera de lo que necesitaba, por más barato o porque en el país no lo había.
Era más el sacrificio y los riesgos que la ganancia en aquel errabundo andar por las noches y los campos. Pero no había otra solución, el trabajo en las estancias era escaso y pagaban poco y no daba para que la mujer y los hijos vivieran en el pueblo.
Debido a la precariedad de las comunicaciones los comisarios seccionales mandaban en los hechos más que el Jefe de Policía de Rocha. Estos eran pequeños señores que ejercían un poder con fuertes visos de arbitrariedad. Por lo general no querían vagos en el pueblo, y entonces se dio la paradoja de la existencia de una vagancia rural y no pueblerina. Esta era combatida ácidamente. Los comisarios, con los abusos propios de aquellos tiempos donde el pobre no tenía defensa, metían presos en la noche tres o cuatro tipos de oficio desconocido que recogían de las timbas o lupanares, los hacían trabajar durante toda la noche tirando balasto en las calles y a la mañana siguiente les decían que tal o cual hacendado fuera cierto o no, estaba precisando gente para trabajar y los hacían conchabar a la fuerza para evitar el destino de la prisión por vagancia. Obviamente los salarios eran magros y el trabajo rural no atraía. A pesar de los peligros en la frontera el contrabando ofrecía visos tentadores.
7. De los dos lados del mostrador
Hubo guardiaciviles que primero fueron contrabandistas y contrabandistas que abandonaron la actividad para ingresar como policías; por lo cual todos conocían bien los caminos del infierno.
Los que consiguieron juntar unos pesos se establecían con algún pequeño negocio en el pueblo o lo invertían en alguna chacra para trabajar por cuenta propia y no a diez pesos por mes en una estancia donde se debía darle muy duro todo el mes para aguantar el trajinar a que se veían obligados.
Conocimos una familia donde había tres hermanos. Todos fueron contrabandistas pudiendo apenas sobrevivir con el producto de sus ilegales actividades. Todos, sin excepción, murieron en la pobreza. Uno de ellos, fallecido con más de noventa años de edad, se llamó Manuel Corbo y contaba que durante largos años había salido de esta frontera y llegado hasta Tacuarembó como punto final de su derrotero, solitario y andariego devorando caminos, cruzando ríos y arroyos, montes y cuchillas en busca de un destino que no llegó y – sin tal vez – sin que valiera la pena tanto sacrificio para seguir sumido en una pobreza espartana. Terminó sus días en un hogar de ancianos en la misma frontera que tantas veces lo viera partir con una yegua más cargada de esperanza que de caña brasilera.
De Musulmán Álvarez digamos – que al igual que la mayoría de los que conocimos – era una persona de bien y su único problema con la autoridad fue la actividad que ejerció. Era muy buen jugador de fútbol y su nombre ha sido homenajeado en campeonatos de la Liga Chuiense de Fútbol y en raíds hípicos en San Miguel. En el puesto de centre-half era incansable y hasta hoy se le recuerda.
Jeremías Santos nunca pasó al otro lado del mostrador. Hizo opción por ser contrabandista toda su vida en la frontera de Chuy. Utilizaba todos los medios posibles para burlar a la policía. Todos espiaban a todos. La policía siguiendo los movimientos de los contrabandistas, y estos vigilando los movimientos de la policía. En esa actitud, varias veces nos topamos con ella en la oscuridad de la noche, cada uno en sus andanzas.
El sargento Pilar Moreno tuvo la osadía de salir solo y de poncho blanco por la Sierra de San Miguel en una noche de luna llena en misión de vigilancia. Cuando menos lo pensó estaba rodeado El resultado no podía ser otro que el secuestro, pasando al otro lado del mostrador de la forma menos deseada. Como en el caso anteriormente narrado, faltó varios días a la comisaría. Menos mal que volvió con salud al seno de su familia, aunque espiritualmente quebrado de aquella fanfarronada.
Es interesante consignar que hubo contrabandistas que se jubilaron como troperos, pues de regreso de sus andanzas – ya sin cargas sobre el lomo – hacían el llamado “removido” de las yeguas que volvían a la frontera, pues sin ese documento solo podían traer una de tiro. Con los años esa misma documentación que permitía circular con equinos en la frontera sirvió para probar una actividad lícita a partir de la ilícita sucedida al partir de la frontera. Tales documentos eran debidamente autorizados, sellados y firmados por la propia autoridad que la combatía, aun a sabiendas de que se la daban a un contrabandista contra quién en ese momento no tenían pruebas.
Wenceslao Correa – alias “el Chueco” – instaló sus reales en el pueblo “18 de Julio”. Consiguió una compañera y formó su hogar. Enseguida quedó fácilmente bajo control de la policía. Sabiéndose bajo vigilancia, amagaba salir del pueblo pero se quedaba. Otras veces salía por la mañana y a media tarde estaba de vuelta desorientando a la policía. Un día les hizo una jugarreta ocultando un contrabando en un monte ubicado exactamente … ¡detrás de la comisaría! Se quedó en el pueblo y sus compañeros salieron en la noche siguiente rumbo a “La Cañada”. Cuando estaban casi en el límite con la Cuarta Sección de Castillos, los alcanzó. Nadie pensó que de mañana y con aquel rumbo fuera con un contrabando.
Correa era un hombre de buen físico, muy bromista, lo que le acarreó algunos malos ratos que pasaban desapercibidos para quienes le conocían. Había instalado un bar y un día cuando nada hacía prever un desenlace fatal tuvo un encontronazo con otro contrabandista – Balión Noguera – y por una discusión sin mayor trascendencia, éste le pegó una puñalada y lo mató.
Su familia quedó en el mayor desamparo y un día emigró de la localidad. Así hubo un contrabandista menos y un presidiario más con varios años en la cárcel.
El “Chueco” Correa era un buen hombre y la gente del pueblo así lo testimonió ante su muerte. Un hombre conocedor del ambiente de esta actividad donde el alcohol y las armas, siempre estuvieron presentes para dilucidar cualquier pleito por cuenta propia.
8. Complicidad hipocrática
Por cuestión de intereses y de alcohol más de una riña ocurrió entre aquellas gavillas así como también era común que hubiera contrabandistas heridos en refriegas con las patrullas.
En ambos casos buscaban llegar subrepticiamente hasta el pueblo “18 de Julio” en busca de asistencia médica tratando por todos los medios de no ser vistos por la policía. Esto significaba un serio compromiso para el médico quién se encontraba entre la espada y la pared ya que muchas veces conocía a los heridos e imaginaba el origen de la herida. Algunos le decían que si tenía la obligación de dar cuenta, lo hiciera después que hubiera cruzado la frontera.
El dilema entre lo humanitario y la ley aparecía en toda su crudeza tal como lo narra el Dr. Lucián Canzani en sus memorias. Canzani era por aquel entonces el único médico en muchas leguas a la redonda. Siempre triunfó la parte humanitaria, y si la policía andaba siguiendo al herido por haber sido informada, el médico trataba de dar largas al asunto hasta que el herido hubiera traspuesto la frontera. Se entiende obviamente que se trataba de heridas sin mayor gravedad que no requerían hospitalización pero eran heridas al fin. Según lo contaba el doctor nunca les cobraba por este tipo de asistencia, por lo cual se ganó la confianza, el respeto y también la amistad de muchos de ellos.
Canzani también era médico de familia y amigo de quienes vivían en las zonas rurales. Cuenta en sus memorias lo ocurrido una noche al retornar de una pequeña excursión por la frontera a casa de una familia amiga distante más o menos tres kilómetros del pueblo a quienes visitaba con cierta frecuencia para distraerse. Al volver se hizo la noche. Hasta por razones profesionales acostumbraba llevar encima siempre una linterna de cinco pilas. No olvidemos que no había entonces luz eléctrica por estos pagos. Mientras caminaba de regreso al pueblo de tanto en tanto la prendía. Esto podía inducir a alguien que se trataba de alguna señal convenida, lo cual en este caso no era cierto.
Sin embargo, de repente y con autoridad, una voz en la oscuridad le ordenó apagar la linterna. Ante el tono por demás imperativo no había otro remedio que acatar y así lo hizo. Afortunadamente ya lo habían identificado, que si no… Era Esteban Amarilla y su gente que estaban por cruzar la frontera. Fueron alertados por un “bombero” de la presencia del doctor en el lugar. Una vez que se le arrimaron, este le dice; “Nunca más haga eso doctor. Menos mal que la guardia nos avisó a tiempo que se trataba de ud.” Y aquí, quedó demostrado lo que significaba la amistad y la confianza, porque si no, podría por razones de seguridad haber sido secuestrado aunque los riesgos de una operación de este tipo trajera aparejadas serias consecuencias para los contrabandistas puesto que se trataba nada más ni nada menos que de un médico cuya ausencia del pueblo sería en este caso muy difícil de disimular. Por lo tanto la adopción de una medida de esta naturaleza no convenía a los intereses de ninguna de las partes.
9. Por el fondo
Era común que los contrabandistas pasaran por detrás de la comisaría pues el lugar era adecuado existiendo – y aún hoy está- un arroyito con muchos árboles lo que por cierto impedía la visual de quien pasara por el lugar. El suscrito pudo comprobarlo cierta vez, estando en un establecimiento rural de la periferia donde una fila de caballos y yeguas aproximada de veinte animales pasó olímpicamente por el patio de la casa para seguir después por el camino descripto anteriormente. La audacia junto con la astucia se unía aquí con la misma finalidad: burlar la acción de la policía. ¿Quién iba a pensar en tanto atrevimiento? Seguramente nadie. Todos pensarían que cuanto más lejos de las autoridades sería mejor y más seguro. Sin embargo porque nadie lo pensaba era que ocurría, mientras la guardia policial o aduanera estaba a dos leguas de distancia vigilando otro lugar ante el amague de salida de otro grupo de contrabandistas para distraer la vigilancia de la frontera. En verdad que a veces resultaba divertido, a veces peligroso, cuando no trágico.
10. A modo de final
El progreso, poco a poco, fue cambiando las reglas de juego en la frontera. Adquirió nuevos hábitos de vida la modalidad del contrabando. Primero llegó a mediado de los años 40 del siglo pasado la construcción de la Ruta No. 9 del lado uruguayo. Allá por 1975 comenzó a funcionar el puerto seco en Chuy, lo que dio lugar con el tiempo a que se instalaran muchas empresas de transporte de pasajeros y de carga por la apertura de la Ruta B. R. 471, que superó las dificultades de los Bañados del Taim que aislaban el extremo sur brasileño del resto de Brasil. Con ello se incrementó el contrabando, desde el “bagayo” hasta el gran contrabando sobre ruedas pasando por las narices de los puestos de control de la Aduana, en base a mecanismos por todos conocidos donde aquellos que antes nombramos en nuestro artículo quedan relegados a la categoría de simples angelitos.
El mejoramiento de las Rutas trajo como consecuencia la llegada del turismo internacional y el desarrollo del transporte omnibusero a través de grandes empresas internacionales brindando servicios de la mejor calidad. Por todo ello puede decirse que Chuy es al día de hoy – y lo será aún más – un gran nudo de comunicación internacional, estando conectado ya al resto de América.
Pero el contrabando sigue campante. Ya no es el inocente de tabaco, azúcar y caña. Todos los días las autoridades policiales y aduaneras dan cuenta del comiso de narcóticos, piedras preciosas, alhajas, también oro, electrodomésticos, bebidas, etc por valor de miles de dólares.
La escala económica cambió. De aquellos inocentes cargueros a lomos de yegua a los camiones de hoy así como a los manejos documentales, nos demuestra que si bien el riesgo de vida prácticamente desapareció las ganancias se han multiplicado sideralmente.
Ya los contrabandistas no andan a campo traviesa. Utilizan modernos vehículos y mejores caminos. O mejor aún: avionetas y barcos. El relacionamiento espurio contrabandista-funcionario público no ha cambiado sino que se trasladó simplemente de la policía a la aduana. Todo esto se encuadra en un marco de oportunidades, necesidades y corrupción que al día de hoy se ha hecho muy difícil combatir para erradicarlo porque allí juegan grandes intereses económicos y esto no es novedad para nadie. Quién no lo crea así, pregúnteselo al Dr. Víctor Lissidini que pocos años atrás fue derrotado y enviado a la cárcel por el delito de combatirlo enérgicamente.
Estas historias narradas son fruto del conocimiento personal desarrollado en la frontera a lo largo de mis nueve décadas de vida y también fruto de mis actividades por años de recorridas rurales como funcionario del Ministerio de Ganadería y Agricultura por aquel entonces. Los plasmo en papel antes que se disuelvan en la bruma del tiempo, sin pretensiones de posteridad, sino como mudo testimonio de un tiempo ya desaparecido.
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