César Di Candia

SUMARIO: 1. El nacimiento personal y el histórico – 2. El desafío del S. XX – 3. El impulso de Solari

1900 Vista de La Paloma desde el Faro. Junto al muelle un  barco a vapor. Primera calle desde el Faro hasta la bahía chica. (*)

1900 Vista de La Paloma desde el Faro. Junto al muelle un
barco a vapor. Primera calle desde el Faro hasta la bahía chica. (*)

1. El nacimiento personal y el histórico

El ferrocarril hizo un último esfuerzo, arrastró su ancianidad unos metros más, lanzó tres pitazos, que sonaron como resuellos, emergió de entre los pinos, se lanzó hacia la luz y se detuvo. Allí había un inmenso azul y un mar interminable. En ese momento, para mí, nació La Paloma. Ese hecho vital se produjo en diciembre de 1937, fecha en que habíamos ido con mi madre a conocer el rancho sobre la arena que mi padre y mis tíos habían comprado casa por medio con el faro, luego de pedir prestados a un banco de Rocha 600 dólares que era el precio total. A medida que avanzaba por la playa el carro que nos conducía al rancho, La Paloma se estaba descubriendo para mí en la forma de una playa larga y solitaria, donde se veían los restos carcomidos por vientos y sales de dos muelles, uno frente a la estación de ferrocarril y el otro en la mitad de su trayecto, más o menos frente al único almacén del lugar cuyo dueño – lo supe después – era un señor llamado Benedicto Ramírez.

Al final de aquella bahía grande, antes de que comenzara la segunda, se amontonaba un grupo de ranchos ubicados al azar, sin límites fijos, que parecían constituir el centro del balneario. Siguiendo por el puertito inmediato, había un muelle de pesca y frente a él salía la única calle de tosca, que a través de tres cuadras largas, llegaba hasta la docena de viviendas – no más de una docena – que rodeaban al faro. Salvo una o dos, que eran de material, todas las edificaciones eran de madera y techos de zinc y estaban levantadas sobre pilotes, previendo que algún día, alentado por los temporales del invierno, el mar avanzara más de lo normal. La nuestra tenía tres piezas corridas, una baranda sobre el mar y otra en la parte opuesta y un baño y una cocina en cada extremo de ésta. Ninguno de estos dos últimos, podía destacarse por su comodidad y eran apenas mejores que los que disponen hoy los habitáculos de los barrios marginales. Lo demás era la playa, el silencio enorme que tragaba a la gente por las noches, el faro enorme y fantasmal, la convivencia con los escasos vecinos.

Me he detenido en ese nacimiento personal de La Paloma, porque fue único. Hubo otro, ese sí auténtico, que tuvo lugar en 1874, cuando uno de los albañiles genoveses, napolitanos o calabreses que trabajaron en la construcción del faro, dio su última pincelada de pintura a aquella mole gigantesca, la más alta del país destinada al auxilio de los navegantes. La inauguración fue precedida de otro trágico intento de construcción que conmovió al país, cuando la mole a medio levantar se precipitó a tierra, probablemente a causa de equivocados materiales utilizados, provocando la muerte de diecisiete obreros italianos, cuyos restos siguen descansando hoy en un cementerio que hoy es objeto de curiosidad turística.

A partir de ese momento, cualquier persona que se afincara en el lugar, cualquiera pequeña vivienda, ya pudo ser considerada un crecimiento. Los primeros visitantes que llegaron luego de un larguísimo viaje a caballo en 1878, la describieron en un artículo aparecido en el diario El Siglo de aquel año, como un lugar “de tristeza infinita, donde imperaba el silencio de las tumbas”.

Poco después, el primer farero, otro italiano llamado Ciro Pini, se las ingenió para levantar con piedras de la zona y materiales precarios, algunas casas próximas al faro, que fueron las primeras viviendas de alquiler con que contaron los pocos privilegiados que lograban escapar de los tórridos veranos rochenses. Como Ciro Pini a su vez era un prolijo cultor de las artes plásticas, pintó un cuadro en el que no solamente se veía a su familia y a los alojamientos destinados a vacaciones, sino que en él dejó apuntados los apellidos de los primeros veraneantes: Teresa Virginio de Cavallo, Aldunate, Zelay, Francisco H. López, José Borsani, Scheneckem-burger, Molina, Bertone, Nicolás Casella, Andrés Rivero, Juan María Llana, Antonio Arrarte y Antonio Cola.

En 1880, don Ciro Pini se casó con Romana Pioli, luego de un noviazgo que puede ser imaginado como concertado por las familias, porque las seis o siete horas de travesía por campos y arenales entre Rocha y La Paloma, hacían casi imposible los intentos de noviazgo, y de acuerdo al testimonio de su nieta Tulia Pini de Milano, “La fiesta fue en el faro y duró como cuatro días. La novia vino de Rocha en un carro tirado por cuatro caballos y cuando estaba llegando los invitados empezaron a encender cohetes. Entonces los animales se asustaron y dispararon con novia y todo. Hubo que salir a buscarlos por los arenales”. El libro de Francisco França, “La Paloma, una historia desde 1803”, consigna que “la noche del 10 de marzo de 1881, nació en el faro del Cabo Santa María una criatura de sexo femenino, hija de Ciro Pini y Romana Pioli a la que se puso el nombre de Clorinda Pini Pioli”. Fue la primera persona que nació en el desolado lugar. De acuerdo al testimonio de José A. Ribot, en una charla pronunciada en 1943, en los años previos al nuevo siglo, todavía se bañaban los hombres separados de las mujeres y existía un hotel levantado sobre pilotes (no lo nombra pero seguramente era el Hotel de Gamboa) que brindaba alojamiento y comida a los viajeros que tímidamente empezaban a llegar.

 

2. El desafío del S. XX

Entre los dos nacimientos de La Paloma, el estrictamente personal y el verdadero, el balneario se enfrentó al siglo XX desenvolviéndose con mucha lentitud y sin poder zafar de un difícil entorno cercano a lo primitivo, en el cual se notaba la ausencia de las normas más comunes de vida en las sociedades humanas. Estas carencias pudieron ser rastreadas por el autor, a través de muchas entrevistas a antiguos moradores del lugar, a esta altura todos ellos ya fallecidos, que fueron desgranando una por una las duras circunstancias en las que tuvieron que vivir. Casi todos eran empleados del faro, o funcionarios públicos o trabajaban como changadores en las cargas y descargas del puerto. Las escasas construcciones donde vivían no respetaban ningún ordenamiento urbano, ya que la mayoría estaban levantadas sobre terrenos fiscales. Esa libertad de iniciativa hacía que todas estuvieran entreveradas y que incluso sus pozos negros hicieran peligrar por su proximidad, la potabilidad de los del agua algo salobre, que manaba de las profundidades de los terrenos de sus vecinos. Cada quince o veinte días, dependiendo del tiempo, llegaba algún barco de Montevideo -los más conocidos eran el Tabaré y el Cabo Polonio- con mercaderías y víveres. La Paloma era en ese momento el puerto de abastecimiento de la ciudad de Rocha, pero para llegar hasta esa ciudad, los objetos debían ser transportados en carro hasta la estación ferrocarrilera de La Pedrera, donde eran transbordados a los trenes de línea. La extensión de vías que unía a La Paloma con La Pedrera, se hizo después, en la década del veinte. Los vecinos permanentes, se unían para hacer pedidos conjuntos a los almacenes grandes de Montevideo a efectos de conseguir mejores precios o víveres que no se conseguían y estos valores también eran transportados por los barcos. Existía una oficina de Aduana, que en un tiempo estuvo en la Isla Chica y también en el otro extremo de la bahía grande, una escuela dirigida por la maestra Carmela Franco, que tenía dos plantas y a la que acudían, según los testimonios recabados, no más de diez o quince niños. La leche y la carne eran vendida por carreros, no había nadie que elaborara pan, no había ningún lugar para decir misa, lo cual obligaba a un sacerdote a viajar cada tanto hasta alguna casa particular, los enfermos eran atendidos por curanderas y las embarazadas por parteras. La señora Mara Iris Kaisar contó para el trabajo “La Paloma una historia con nombre de pájaro”, que las señoras al principio iban a dar a luz a Rocha o hacían venir de allá a alguna partera que esperaba en la casa de la embarazada hasta que llegara el momento, pero que con el tiempo se instaló una profesional llamada María Quinuto (¿Knuth?). Es obvio recordar que tampoco había energía eléctrica y que como ya fue dicho, el agua potable provenía de aljibes o pozos surgentes. El correo recién fue inaugurado en 1926 y su primer jefe fue el señor Justo Schiavo y en los veranos, nadie se bañaba en la playa llamada mucho después La Balconada, porque desde la orilla se veían tiburones, lo cual no era una fantasía porque se conocían casos de personas atacadas y aún muertas. Las mujeres que vivían todo el año no iban nunca a la playa. El océano era tan extraordinariamente rico que se podía vivir de la pesca sin gastar en otro tipo de alimentación. Un hombre nacido en la zona, Juan López Blanquet, me dijo que cuando tiraban las redes en la bahía grande venían tan llenas de peces de todas las especies, que había que uncir cada punta a un caballo para que las sacaran hacia la costa. Recordaba que también venían enredados por la cola muchos caballitos de mar.

Alrededor de los años 1917 o 18, se empezaron dos obras que fueron cimentando el progreso de la zona: la escollera del puerto y las vías del ferrocarril que lo llevarían directamente a Rocha. Para esos dos emprendimientos de gran porte, se necesitó mucha mano de obra y eso hizo que se instalaran nuevas familias. Poco a poco la población permanente comenzó a crecer. Los ranchos aún estaban muy alejados unos de otros y personas de aquella época me contaron que normalmente, todas tenían un palo muy alto al que ataban un pañuelo rojo cuando tenían algún problema. Quienes lo veían a la distancia, acudían a ver cuáles eran las necesidades del vecino. Pese a ese relativo aumento de población estable, la señora Blanca Arambure me contó para el trabajo antes citado, que en 1920, cuando ella tenía seis años, en toda La Paloma vivían diecisiete familias. “Sobre la calle que une el faro con la carretera que va a al puerto, había alambrados de siete hilos y más atrás todo era campo abierto y médanos de arena”. – aseguró – “Todos los que vivíamos allí conocíamos el alambrado como ´la diagonal´. Aquello marcaba el final del pueblo. (…) El puerto actual era llamado ´la isla´ porque con cualquier creciente se separaba de La Paloma. Cuando el famoso temporal del 10 de julio de 1923, quienes vivían en la isla estuvieron incomunicados del pueblo durante varios días. Hasta se vieron obligados a racionarse los víveres”.

1930. Playa de La Bahía y el “Taxi-coche” de Acuña (*)

1930. Playa de La Bahía y el “Taxi-coche” de Acuña (*)

 

La Paloma comenzó a ser motivo de atracción turística como se entiende hoy, recién en la década del treinta, pero hasta muy avanzada la década todo siguió manteniendo su anterior estado de precariedad. En el rancho donde veraneábamos había un aljibe que juntaba el agua que se acumulaba en los techos a la que primero había que dejar correr un buen rato para que cayera limpia. Pero no lograba solucionar el tema de las duchas con agua dulce ni los atoramientos frecuentes de las tazas higiénicas que como en todos lados, iban a dar a cámaras sépticas cavadas en terrenos vecinos, tan baldíos como ajenos. En el fondo del aljibe, atadas con piolas, se ponían a refrescar las botellas de agua y las de vino. La carne que traía en un carro un señor de apellido Morales, se ponía en una fiambrera y ésta se colgaba a la sombra lo más alto que se pudiera. La luz se obtenía por medio de faroles a mantilla o con mecheros de queroseno. Pasábamos el verano entero sin médicos, ni farmacias, ni hielo, ni peluquero ni radio. Los diarios venían pasado el mediodía y los traían dos comisionistas: don Constancio, un negro ya muy viejo y un señor llamado Balsavio. Cuando falleció Constancio comenzó a venir “Pirincho” padre, quien normalmente llegaba ya aporreado por el alcohol y dormía largas siestas en el único calabozo de la Subcomisaría a cambio prestarle diarios sobrantes y revistas al jefe de turno. El único paseo tenía lugar en un par de cuadras que se internaban en el “Parque Andresito”, donde había hamacas y toboganes y las parejas podían conversar y con mucha suerte, esconderse.

1938. Vista del Hotel Cabo Santa María (*)

1938. Vista del Hotel Cabo Santa María (*)

 

3. El impulso de Solari

Recién al final de la década del treinta del siglo pasado y principios de la siguiente, La Paloma pegó un salto gigantesco a impulsos de la Sociedad Cabo Santa María del señor Nicolás Solari, quien invirtió mucho dinero en infraestructura turística. En esos años, se empezaron a hacer casas de material, se levantó la iglesia, fue construido el Hotel Cabo, con su boite “El Naufragio”, se hicieron calles, una gran avenida central con dos manos y se instaló en equipo electrógeno que daba energía eléctrica a las calles y a algunas zonas cercanas. Aprovechando el auge, también empezaron a venir regularmente ómnibus de Rocha. Algunos médicos atendían (pero solamente en el verano), había una farmacia mínima provista de las medicaciones más elementales, comenzó a trabajar la panadería de Dante Fratta y se instaló el almacén de Romeo Lujambio junto al correo, donde se elaboraron los primeros helados que conoció el balneario. En esa década también comenzó a funcionar el parador del parque, ubicado aproximadamente donde hoy está el Centro Cultural, donde los adultos iban a bailar y los preadolescentes como nosotros a soñar noviazgos. Increíbles privilegios de esos años dorados, propios de nuestro país: se organizaban carreras de bicicletas en la avenida y el juez de llegada era el Presidente de la República don Luis Batlle Berres, quien también jugaba al fútbol con nosotros en las arenas duras de Anaconda, sin guarda espaldas ni protecciones especiales.

De la mitad del siglo pasado hasta hoy, el desarrollo edilicio de La Paloma ha sido descomunal. Felizmente ha crecido todo menos la frivolidad, el exhibicionismo, la manía de llamar la atención. Buena parte de los veraneantes seguimos conociéndonos y manteniendo ese trato cordial que nace y crece en los balnearios chicos. Allí veranearon mis abuelos, mis padres, mis hijos, mis nietos, ya ha sido bautizado en sus aguas mi bisnieto y seguramente ocurrirá lo mismo con los que le seguirán. Tengo muchas cosas que agradecer a la vida. Mi descubrimiento de La Paloma es una de las principales.

(*) Fotografías tomadas del libro “La Paloma, una Historia desde 1803” de José França Caravia

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